martes, 13 de octubre de 2009

ALMAS OSCURAS: HORACIO QUIROGA


Horacio Silvestre Quiroga Corteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1978 - Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vivida , naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.

Desde muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo. Se autodefiniría como "franco y vehemente soldado del materialismo filosófico".

A los 22 años comenzó con sus primeros tanteos poéticos y pocos meses después descubrió las poesías de Leopoldo Lugones y Poe. A los que leyó con fruición y tomó como sus maestros artísticos. Llegaría a ser amigo personal del primero de ellos. El descubrimiento de la poesía de alto vuelo de estos dos autores lo movió a interesarse por distintas escuelas y estilos: el posromanticismo, el simbolismo y el modernismo, para comenzar pronto, provisto de este bagaje, a publicar sus poemas en su ciudad natal. Se conserva su primer cuaderno de poesías, que contiene 22 poemas de distintos estilos, escritos entre 1894 y 1897. Mientras trabajaba y estudiaba, colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma: poco a poco, iba puliendo su estilo y haciéndose conocido.

Durante el carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven — que reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga — hicieron crisis y precipitaron la separación definitiva.

instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica (1901), seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas. trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos de la selva (1918), El salvaje, la obra teatral Las sacrificadas (ambos de 1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.

En 1936, recibió la herencia de su padre, decidiendo invertirla en un viaje a París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. El viaje fue un fracaso y no conoció a nadie mas que la tristeza y humillación. Sin embargo, las cosas no salieron como Quiroga había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de Montevideo con frac y en primera clase regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más.

Durante su estadia en la selva, la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba adaptarse a la vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que regresaran a Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver sola. Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa en una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en la vida de Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 luego de una violenta pelea con el escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho días, muriendo luego entre horribles sufrimientos y dejando a Horacio y a los niños sumidos en la más oscura desesperación.

La infatigable labor de Quiroga en el ámbito literario y cultural le granjeó la amistad y admiración de grandes e influyentes personalidades. De entre ellos se destacan Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó además de la poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último "mi hermano menor".

La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminó por decisión propia. Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick (el "Hombre Elefante"). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.

Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga con 58 años de edad, bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores.




EL JUGLAR TRISTE




La campana toca a muerto
en las largas avenidas
y las largas avenidas
despiertan cosas de muertos .




De los manzanos del huerto
penden nucas de suicidas,
y hay sangre de las heridas
de un perro que huye del huerto.




En el pabellón desierto
están las violas dormidas;
las violas están dormidas
en el pabellón desierto!




Y las violas doloridas
en el pabellón desierto,
donde canta el desacierto
sus victorias más cumplidas,
abren mis viejas heridas,
corno campanas de muerto,
las viejas violas dormidas
en el pabellón desierto.



MI PALACIO DE INVIERNO





En casa había belladona
nuez vómica y pulsatilla;
en forma de varilla
conteníalas una redoma.




Y esa manzana poma
había sido elogiada en la gacetilla
de un diario . Y la gente sencilla
re ase de esa pueril poma.

Los enfermos, sin embargo, con esa débil sonrisa
en que su voz de haber sido se exterioriza
como una melancolía que alcanza a ser plegaria,
saben el secreto de la larga vigilia solitaria,
en que el recuerdo de un largo contacto de rodilla
vale menos que una leve toma de pulsatilla.





LAMERRE, LAMIER Y CA.




Bajo la curva, la noche plomo;
sobre el aliento, vapor de bromo
ata en el cuello fino calambre
con invisible, rígido alambre.
Por la ventana que está entreabierta
la luna muestra su faz de muerta,
desfigurando, tras los cristales,
algunas piedras filosofales.
Se angustia el vientre de los crisoles
en la insistencia de los alcoholes,
y gime en finos ruidos distantes
como murmullos subcrepitantes,
Sobre los bordes de la campana
suenan las cuatro de la mañana.
Los negros perros, estremecidos,
lanzan al aire largos aullidos.
Chirrían los goznes de modo adusto
y a la ventana se asoma un busto:
como los muros - en línea recta -
la Luna en negro disco proyecta
sobre la albura del macadam,
como un curvado, trágico escollo,
la calva frente de Claudio Frollo
bajo la sombra de Nôtre-Dame.





COMENCÉ A ESCRIBIR




Comencé a escribir y a dibujar: -fue un pasaje del
año anterior, un éxodo de sueño-ensueño que vagó,
flotó, tremuló, llevando así en una carne de novia,
hostil y enferma, toda la negligencia de mi inverosimilitud.
Fue una intuición de gloria : iarrodíllate!
Fue una desventura: ¡no me olvides!







EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (CUENTO)




Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados dél hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Un grande, Quiroga.
Sus cuentos de la selva me acompañaron de niño, y soñaba con encontrarme torpedos y yacarés en el río donde me bañaba todos los veranos, en la lejana casa de mis abuelos...
Gracias por comentar en mi blog!
Yo también pasaré regularmente por el tuyo.